Cuando llegan estas fechas estivales, cuando agosto figura rampante en el calendario la ciudadanía se debate en dos realidades, los que se quedan en las grandes ciudades e intentan buscar el placer los buenos momentos el mejor de los ocios en esas calles y plazas vacías de lugareños y los otros los que desde la costa miran con alborozo los partes meteorológicos y las mínimas de su lugar de origen.
Esta realidad de ve más acentuada este año después de dos años de pandemia, el ansia por la diversión, por pasárnoslo bien se ha exponenciado, se acrecienta y ello se manifiesta en los datos de ocupación del sector turístico en los cuales se roza el 90%.
Nos da igual que el PIB, el paro o la inflación hayan subido de manera inmisericorde, que los precios anden desbocados, que el precio de luz o carburantes sea de locos, en las gasolineras la moneda que impera es el billete de 50 euros, menos de eso absténgase de echar combustible.
La ciudad se queda sola, el ulular de aires acondicionados vomitando su aliento caliente inunda las calles donde deambulan guiris mezclados con parias que tratan de ver la belleza donde es insoportable respirar hacen un paisaje marciano. Suenan las campanas de la Catedral de Santa Maria de la Sede llamando a los sevillanos a la novena de su patrona la Virgen de los Reyes, el rito continuo.
Para el sevillano estas campanas anuncian el final glorioso del estio y anunciaban los próximos exámenes de septiembre, pero esto ya también ha cambiado, ya no hay exámenes como tampoco hay final del estío tan solo un devenir continuo en una atmósfera recalentada a golpes de 40 grados.
La política nos inunda y estos años tampoco los proceres dan tregua, decretos, nuevas medidas legislativas de ahorro energético, Putin y Ucrania, China y Taiwán. Incendios por doquier, calentamiento del Mediterráneo, ¿qué hemos hecho? Paren por favor quiero aburrirme, vagabundear, no pensar en nada y perderme entre las páginas de un libro.