Algo que contiene en su nombre una dualidad; por un lado, la época estival son días de celebración, fiesta y diversión, desconexión, reencuentro con familia y amigos, época de viajes, largos o pequeños, época de cambios del modo habitual, época de aparcar el trabajo, pensar, reflexionar y, en el mejor de los casos, no hacer nada.
Esto es lo que ocurre a los que salen de este infierno climático en el que se ha convertido Sevilla y aledaños, un infierno inmisericorde donde buscamos las escasas sombras y las nulas fuentes en pos de una bajada del mercurio, un espacio donde aliviar esa sensación térmica que apabulla mientras la canícula hace de las suyas.
Pero existe otra Sevilla que no vacaciona fuera, que sin solución alguna se limita a estar hasta las diez de la noche presa de un aire acondicionado en el mejor de los casos; en el peor, preso de un ventilador del chino que con sus aspas arremolina hilos de aire que hacen retroceder la sensación de calor un instante, lo que tarda en completar el giro.
A esa Sevilla mártir solo le queda mirar la oferta cultural para cuando se apague el último rayo de luz, cuando por el Aljarafe lleguen las sombras y el oeste ponga fin al día. La oferta es poca y de calidad difusa, mal planteada en cuanto horarios. Parece que en Sevilla lo único que se pude hacer es huir a las playas, porque ya ni la sierra como Aracena nos sirve, porque está carente de agua a golpe de restricciones y pantanos secos.
Impávido, deambula el turista con esa botella de agua de salvación como complemento necesario, extrañas indumentarias, pantalones cortos, camisetas y muchas ganas de ver una ciudad donde nadie le dijo los usos y costumbres anticalóricos, y en la cual nuestra vida se circunscribía a horas matinales tempranas y a la noche antes…. La muerte bajo el sol.
Habremos de hacer manuales de cómo sobrevivir a este ya continuo cambio climático que llegó para quedarse y con el que tenemos que aprender a vivir. El Gobierno nos dice que en caso de apretón térmico los centros comerciales son nuestros mejores amigos; quién no recuerda la sensación de entrar en El Corte Ingles del Duque sentir la bendición del chorro de aire frío, o esa cerveza en el Gurmé.
Sevilla en verano me gusta verla desde su costa, su mar que es Sanlúcar de Barrameda, esa tierra que en 1833, por escasos años, tuvo España y que siempre nos acoge a los sevillanos y nos brinda sus exquisiteces al amparo de la brisa marina.
Allí con el olor a manzanilla en sus bodegas y su aroma a dulces recién hechos mientras se hace el reto de unas papas aliñás, es nuestra extensión natural, la más cercana y próxima, un lugar para pensar y cobijarse y que encima cuenta con la maravilla de las carreras en la playa.
Hasta la misa en sus conventos como los Capuchinos o Regina Coeli es más santa, más íntima, más interior; todo en ella me sobrecoge y me invita año tras año a dejar esta Sevilla nuestra a la que prefiero anhelar desde la distancia leyendo un ABC, que en verano no le sobran ni las esquelas.